Anticlericalismo en España
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La historia del anticlericalismo en España suele dividirse en dos grandes períodos. Por un lado, el llamado “anticlericalismo cristiano” —o "anticlericalismo creyente", como lo llamó Julio Caro Baroja, pionero en su estudio—, tan antiguo como la Iglesia misma, que se caracteriza por sus críticas a vicios y abusos concretos del clero o a su excesivo número y poder, pero que no cuestiona el papel dominante de la Iglesia en la sociedad ni su influencia en el Estado. Por el otro, el “anticlericalismo contemporáneo” —o "anticlericalismo no creyente" como lo llama Caro Baroja— que surge en el siglo XVIII con la Ilustración y que cuestiona desde una óptica racionalista la sociedad sacralizada del Antiguo Régimen y el poder de la Iglesia católica, al considerarlos obstáculos para el progreso en España y en el mundo.[1]
Según Julio Caro Baroja,
"el proceso mental que conduce al anticlericalismo es sencillo. Se parte de la creencia de que la religión católica como tal es buena, bella y verdadera: pero los que la sirven son malos, mentirosos y de fea conducta [es el "anticlericalismo cristiano" o "creyente"]... Pero he aquí que esta primera manera de pensar se pasa, o se puede pasar, a una segunda. La inmoralidad, la falta de conducta, se atribuyen entonces a defectos de la misma organización de la Iglesia. Y después, en un tercer momento o fase, son ya los dogmas los que se atacan [la segunda fase y la tercera corresponden al "anticlericalismo no creyente"]".[2]
En el anticlericalismo contemporáneo —o "no creyente"— los campos clerical y anticlerical, aún mezclados durante la Ilustración, se delimitan claramente a partir de las revoluciones liberales, cuando la Iglesia se convierte en uno de los defensores del Antiguo Régimen. En España ese momento se produce durante el Trienio Liberal y sobre todo en los años 1830 con motivo de la primera guerra carlista y las desamortizaciones. No es por tanto casual que sea entonces cuando tienen lugar las primeras manifestaciones de violencia anticlerical —en 1822-1823, 1834 y 1835— que responden a la violencia clerical. Después, la rápida disminución del número de frailes como resultado de la desamortización de Mendizábal habría apaciguado el anticlericalismo, que no resurgirá hasta la Restauración borbónica (1875-1931) como consecuencia de la reaparición de las órdenes religiosas, especialmente en el campo de la enseñanza, gracias al apoyo que les proporcionó el gobierno de Cánovas del Castillo, precisamente en un momento en que al otro lado de los Pirineos, la Tercera República Francesa procede a la completa separación de la Iglesia y el Estado y a la instauración del Estado laico. Así, «los liberales españoles ven el país en situación de ignominioso "retraso" respecto de Francia y tienden a obsesionarse con el factor clerical como causa de nuestros males», una visión que se acentúa tras el desastre del 98. Es entonces cuando renace el anticlericalismo que tiene su estallido violento en la Semana Trágica de Barcelona.[3] «Se llega, así, a la Segunda República, con conciencia de que la reducción del peso político de la Iglesia es uno de los más graves problemas que el país, en su esfuerzo modernizador, tiene que plantearse prioritariamente. Ello significa separación de la Iglesia y el Estado, creación de un ámbito legislativo secularizado para la vida social y realización de una ambiciosa política educativa que permita acabar con el monopolio eclesiástico de la enseñanza inferior».[4]