Régimen político de la Restauración
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El régimen político de la Restauración fue el sistema político que rigió en España durante el periodo de la Restauración y que se basó en la Constitución española de 1876, vigente hasta 1923.[1] La forma de gobierno fue una monarquía constitucional, pero no democrática ni parlamentaria,[2] «aunque alejada del exclusivismo de partido de la época isabelina».[3] «Fue definida como liberal por sus partidarios y como oligárquica por sus críticos, singularmente los regeneracionistas. Sus fundamentos teóricos se encuentran en los principios del liberalismo doctrinario», ha señalado Ramón Villares.[4]
El régimen político de la Restauración se formó durante el breve reinado de Alfonso XII (1874-1885) que constituyó «un nuevo punto de partida del régimen liberal en España».[5][6]
La característica principal del régimen de la Restauración fue el «desfase» entre la Constitución y las leyes que la desarrollaban («el país legal»), y el funcionamiento real del sistema («el país real»). En apariencia era un régimen parlamentario análogo al modelo británico en el que los dos grandes partidos, el tory y liberal, se sucedían en el gobierno en función de los resultados electorales que determinaban las mayorías en el Parlamento y el poder de la Corona era meramente simbólico y representativo. Pero en España, a diferencia de Gran Bretaña, no eran los ciudadanos con derecho a voto los que decidían ―a partir de 1890, los varones mayores de 25 años― sino que era la Corona, «aconsejada» por la elite política, la que determinaba la alternancia (el «turno») entre los dos grandes partidos, conservador y liberal, porque una vez obtenido el decreto de disolución de las Cortes ―facultad que correspondía en exclusiva a la Corona― el presidente del gobierno recién nombrado convocaba elecciones para «fabricarse» una mayoría holgada en el parlamento mediante el recurso sistemático al fraude electoral gracias a la red caciquil extendida por todo el territorio. Así, siguiendo esta forma de acceso al poder que «subvertía la lógica de una práctica parlamentaria», los gobiernos cambiaban antes de las elecciones y no como resultado de estas.[7] Como ha destacado Carmelo Romero Salvador, durante la Restauración «la corrupción y el fraude electoral se convirtieron no en anécdotas esporádicas ni en aisladas excrecencias del sistema, sino en su esencia, en su raíz de ser».[8] Así lo constataron los observadores extranjeros. El embajador británico le reiteró a su gobierno en 1895: «En España las elecciones están manipuladas por el gobierno; y por eso, las mayorías parlamentarias no son factor tan determinante como en otros lugares».[9]
En 1902 el regeneracionista Joaquín Costa definió «la forma actual de gobierno en España» con los términos «oligarquía y caciquismo», caracterización que ha seguido buena parte de la historiografía sobre el periodo de la Restauración.[10]
El historiador José Varela Ortega ha destacado que la «estabilidad del régimen liberal», el «mayor logro de la Restauración», se consiguió mediante una solución conservadora que no trastornaba «el status quo político y social existente» y que toleraba un «caciquismo organizado». Los políticos de la Restauración «no quisieron, no se atrevieron o no pudieron, romper todo el sistema movilizando a la opinión pública», de modo que «el electorado quedó descartado como instrumento de cambio político y fue la Corona quien ocupó su lugar como árbitro imparcial de las alternativas de poder. Ello significaba el abandono de la tradición progresista de soberanía nacional (el electorado como árbitro de los cambios) para colocar la soberanía en “las Cortes con el Rey”».[11] Pero al optar por la solución conservadora frente a la democrática, los políticos de la Restauración «ataron la suerte de la Monarquía a partidos que no dependían de la opinión», lo que tendría implicaciones trascendentales para aquella a largo plazo.[12]